En la cumbre de su carrera Ricardo Castro Muñoz dejó todo cegado por la pasión del bazuco. Su increíble vida contada por el cronista Luis Guillermo Vallejo
Me encontraba bajando por la calle 19 con carrera 7, exactamente donde queda un local de fotografía. Ahí, en esa esquina, me encontré con un habitante de calle, quien llevaba cargando en su espalda su material reciclable.
Allí, sentado en aquella esquina, algo me causó curiosidad. Él estaba sentado leyendo una revista cuyo contenido era en inglés. Me acerqué y noté algo aún más curioso: en la solapa del lado izquierdo de su saco tenía un prendedor en forma de alas, en las que además estaban incrustadas dos vocales en mayúsculas, ‘AA’.
Me senté junto a él, y le pedí el favor de que me prestara ‘candela’. Él me la entregó y me dijo: “¡Aquí no lo vaya a prender!”
Lo observé de nuevo y decidí no drogarme, pues sentí que él tenía razón, no era el sitio indicado. Le pregunté si él entendía ese idioma (inglés), y él me dijo con gran seguridad que no solo lo entendía, sino que lo leía, lo escribía y lo hablaba perfectamente.
En esta vida del Bronx, uno todos los días se encontraba personajes que decían hablar hasta mandarín.
Yo en tono burlesco le dije: “Y qué, ¿cuándo me enseña?”
Él respondió: “Cuando quiera”.
Pero este personaje tenía algo particular, y, al poco tiempo, mi intuición me daría la razón.
Minutos después de estar pensando si prendía o no mi cigarrillo de bazuco, me levanté y le entregué su ‘candela’. Me preguntó que para dónde iba, y juntos nos fuimos para el Bronx.
No sé por qué acepté bajar con él al Bronx, pues yo jamás andaba acompañado de nadie para no comprometerme ni con nadie ni con nada. Eso se prestaba para problemas en la L.
Empezamos a caminar hacia abajo buscando la Avenida Caracas, camino al Bronx. Le pregunté: “Y usted, ¿de dónde sabe inglés?”
Me contó que antes de entrar en desgracia, él era piloto internacional de American Airlines. Volví a fijarme en su saco y entendí las iniciales en su prendedor ‘AA’, American Airlines.
De camino a la L, vendimos el material de reciclaje que los dos llevábamos, y con ese dinero compramos varias dosis de sustancias dentro del Bronx (6 bolsas de bazuco). Salimos de nuevo, y no me separé del ‘piloto’. Estaba muy entusiasmado escuchando aquellas historias de otros países, de las distintas costumbres y culturas que mi nuevo parcero conocía.
Este tipo era una persona que, a pesar de sus ropas sucias, su barba poblada, y su lona al hombro, no había perdido su esencia, su intelecto, sus buenas expresiones y su clase. Todo ello a pesar de la crueldad del Bronx.
Nos caímos muy bien. Ese día fuimos de nuevo a La Candelaria, en el centro de Bogotá. Llegamos hasta el Parque de los Periodistas, hicimos el recorrido del reciclaje que ya todos los habitantes del Bronx teníamos definido. Después, recogimos lo suficiente para poder vender y comprar ‘basuco’ de nuevo y, enseguida, bajamos de nuevo al Bronx.
Como a las 8 de la noche, bastante drogados ya, llegamos hasta la calle 19 con Avenida Caracas en el barrio Santa Fe, donde yo a veces dormía. Sobre el separador, tendimos nuestros cambuches, nos acomodamos como pudimos, y yo empecé a indagar a aquel personaje que tenía mucho por enseñarme, y que esa noche era mi huésped de honor en aquel frío y solitario separador.
Decía llamarse Ricardo Castro Muñoz, pero en realidad no sabré nunca si era su nombre.
Decía haber nacido en Cali, que era el tercero de cuatro hermanos, según él todos profesionales. Decía tener una esposa y dos hijos, la parejita. Había viajado por todo el mundo: Europa, América, Suramérica y varios países de Asia.
Decía haber llevado una vida llena de lujos y tener el privilegio de viajar a cuanta ciudad inimaginable. Quizás son muy pocos los que lo pueden afirmar.
Tal vez estos excesos y privilegios lo llevaron al consumo de drogas. En varias oportunidades me contaba que había consumido en los mejores hoteles del mundo. Aquel día hice una pausa y pregunté: ¿cómo putas estás en la calle?, ¿qué hace Ricardo Castro fumando basuco?
Un tipo que ha viajado por todo el mundo, que sabe qué es la buena vida, qué es tener una familia, un hogar, una cama dónde dormir y una profesión tan hermosa como es la aviación, hablar el idioma universal a la perfección, ¿qué putas haces aquí?
Me relató que inició en el mundo del basuco en una fiesta en las habitaciones tipo suite del Hotel Tequendama. Allí, él y otros pilotos pasaban días enteros en los que el consumo de drogas y el sexo era en cantidades excesivas.
Comentó que a los pocos días pidió vacaciones porque su familia se encontraba en Europa, pues tenían una propiedad en Valencia, España. Allí todo estuvo tranquilo, pero cuando regresó al país, me cuenta, se encerró en un hotel del norte de Bogotá durante varios días y estuvo consumiendo basuco en cantidades.
La cantidad de dinero que ganaba se lo permitía, pues consumir basuco en esas cantidades llega a ser muy costoso. Mi amigo el piloto, desafortunadamente, se dejó tomar ventaja de esta droga, así como le ocurre a casi todos los adictos a este maldito vicio.
Llegó al Bronx después de varios años de consumo, se había convertido en un irresponsable. Ya no tomaba los vuelos que le asignaban en la aerolínea, su esposa le pidió el divorcio y se llevó a sus hijos. Ya no había, según él, razón para mantener al menos un poco de cordura ante su adicción.
Se entregó al consumo total de todo tipo de sustancias psicoactivas. Cuando lo conocí ya llevaba varios años reciclando, me contó que nunca había robado. Nos volvimos amigos, amigos de consumo. En el mundo de las drogas, honestamente, no hay amigos de verdad; más bien ‘hermanos de dolor’, ya que él escuchaba mis penas y yo las suyas.
En ese ritmo duramos casi 25 días. Tanto él como yo preferíamos la soledad. Vivimos muchas aventuras juntos. Puedo decir que su tesoro más preciado era la insignia de la doble inicial en mayúsculas ‘AA’ que lo identificaba como piloto de aviación.
Durante los últimos días que compartimos, me di cuenta de que llamaba insistentemente a su hermano, quien se encontraba en Cali. Aquel día me dijo: “flaco, tengo ganas de dejar esta puta vida de mierda”. Yo me quedé en silencio, como si estuviera aceptando que no solo él sentía que teníamos que salir de ese infierno. Asentí y también pensé mucho en dejar la droga.
Un día antes de irse fumamos de manera desaforada, fueron muchas las dosis que compró, y ya siendo las 6 de la mañana me dijo: “salgamos y nos hacemos en el parque (Los Mártires)”.
“Cuídese, usted es una gran persona y Dios lo tiene para grandes cosas. Busque ayuda”.
Lloré, lloramos, nos reímos. Como a las 9 de la mañana se parquea una camioneta blanca de gama alta frente al Voto Nacional. Se bajó una persona muy bien vestida y él me dijo: “flaco, llegaron por mí”. Yo le dije: “claro, marica, ya viene Papá Noel con sus renos”. Pero para mi sorpresa, quien se había bajado de aquella camioneta era su hermano.
Él señor grita: ¡Ricardo, hermano! Ambos corren y en medio de la calle se abrazan y lloran. Es un abrazo sincero, como quizás se ve solo en el amor de Dios, de la familia, de quienes en realidad nos aman.
Se quedaron mirándome. Me levanté de la acera en la que me encontraba sentado. Ricardo me presenta a su hermano, de quien claramente no recuerdo su nombre, y él me agradece por acompañarlo. Mi amigo, el piloto de American Airlines, me abraza fuerte y me dice: “Dios te bendiga hermano, aquí está mi número, y cuando quiera llámeme, ahí estaré para usted”.
Ricardo me deseó mucha suerte, se subió a la camioneta y se alejaron juntos del infierno.
Sentí alegría por él, por su hermano, por su familia. Pero al instante lloré de rabia y de dolor por no tener en ese momento el valor, como el piloto, de buscar a mi familia y dejar de una vez mi vida de consumo de drogas.
Hoy doy gracias a Dios por él y su familia, y por haberme dado la oportunidad de conocer una persona llena de valores que, como yo, por desgracia había caído en ese maldito vuelo sin retorno de la adicción.